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VEN A VERME.

RELATO CORTO
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Clarisa daba vueltas en la cama. El reloj de madera colgado de la pared marcaba las tres de la mañana. Las tres en punto. Se tumbó boca-arriba, mirando el techo. Los ronquidos de Fernand, su marido, llegaban hasta sus oídos, aquello era lo único que se escuchaba en la fría noche. Un sonido diferente la hizo incorporarse de golpe en la cama. Arañazos. Unas finas uñas rasgando el silencio de la noche.
Se sentó en la cama asustada, con los pies en alto, sin tocar el suelo, temía que en cuanto sus pies lo tocaran una mano saldría disparada desde debajo de la cama, amarraría sus tobillos y la haría caer hacia delante, arrastrándola, sin que ella pudiera oponer resistencia, hacia su interior, para una vez allí abajo, devorarla.
Conteniendo la respiración, la mujer bajó primero un pie, y después el otro, esperando el trágico y fatídico final. Aguardó y aguardó, hasta que le faltó el aire. No pasó nada. Lentamente dejó escapar el aliento contenido.
Otra vez escuchó los arañazos.
Salió corriendo en dirección a la puerta, pensado que tal vez aquello era la horrenda criatura que habitaba bajo su cama. Con el corazón palpitante y la respiración acelerada, Clarisa aguardó. De nuevo seguía sin ocurrir nada. Fernand ni siquiera se percató de que su mujer había abandonado el camastro con tal estrépito.
Clarisa salió al pasillo. Andó en la oscuridad, hacia la habitación de al lado, donde dormía Agnes, su hija. Las paredes crujían por donde ella pasaba. Se ciñó la bata, sentía frío y unos ojos clavados en su nuca, algo le hacía sentir que no debería estar allí.
La mujer se asomó al dormitorio. La pequeña estaba de pie frente a la ventana de su habitación, mirando al cielo nocturno. Clarisa se retorció las manos, con miedo. Entró al dormitorio. Se humedeció con la lengua los resecos labios.
-A-Agnes, cariño... -guardó silencio un momento, dudando. Sentía como si tuviera el peso de una piedra en el pecho- ¿qué haces despierta a estas horas de la madrugada?
La niña no pareció escuchar a su madre, seguía mirando por el cristal, inmóvil. Parecía la caricatura de una estátua. Temió por un momento que aquel monstruo oculto bajo su lecho, se hubiera metido en el cuerpo de su hija, una niña que no llegaba a los cinco años de edad, que con sus putrefactas uñas había desgarrado el pecho de la niña, arrancándole el alma, introduciéndose dentro, haciendo de la pequeña una burda y cruel broma de lo que había sido. Los pálidos y fríos ojos azules de Agnes se reflejaban en el cristal de la ventana, anhelaban algo, lo tenía inscrito en sus pupilas. Tal vez su alma, pensó Clarisa. Su tez estaba pálida, casi carente de vida, como un cadáver en descomposición por el paso del tiempo. Un fantasma.
-Mamá, por favor, ven a verme.
Clarisa retrocedió, asustada. Todos sus pensamientos, a su parecer, se habían verificado. Salió corriendo al jardín, huyendo de aquel despropósito. La enfurecida brisa del otoño le caló los huesos y revolvió sus oscuros cabellos rizados, tapándole momentáneamente la visión y haciéndole sufrir un efímero episodio de terror. La hierva crugió bajo el peso de sus pies.
Estaba oscuro, con el cielo carente de estrellas, falto de vida, en esa realidad en la que ella se había introducido, todo estaba muerto.
El viento chirriaba y la hacía estremecerse. El jardín abierto estaba cubierto de una espesa niebla que no la dejaba ver ni a diez pasos de distancia, pero algo entre esa espesura del color marfil llamó su atención. Clarisa se internó en ella. La humedad de niebla empapó su vestimenta, realentizando sus movimentos. Notaba que no abanzaba, que no se acercaba a su destino. Parecía un sueño, más bien una pesadilla en el que intentas correr y por alguna razón tus piernas no responden.
Se movía pesadamenete, le temblaban las piernas, no sabía si era por el frío o por el miedo. O tal vez por ambas.
Aún le faltaba un trecho para llegar. A la mujer le pareció que llebaba horas andando en la niebla. La hierba estaba cubierta de escarcha, que se rompía bajo su peso. Allí había una especie de montículo de piedra. Parecía una tumba.
Los arañazos provenían de allí. Los escuchó con más claridad, como si estuvieran dentro de su cabeza y la arañaran por dentro. Estaba casi segura de que Agnes le había pedido que fuera a verla, y eso iba a hacer. Creía que allí vería su alma, anhelante por salir y recuperar su hogar.
La mujer llegó a la tumba de Agnes, cubierta de verdoso musgo que crecía desigual en el espesor de la hierba salvaje.
Clarisa se arrodilló ante la piedra pulida. No supo si se dejó caer o el cansancio la hizo desfallecer. El pulso le latía en las sienes y en las muñecas. Toda ella temblaba, y juró que todo temblaba con ella. Tragó saliva y le dolió, tenía la garganta seca, había un fantasma viviendo en su casa y no se había dado cuenta. No se había dado cuenta de que su hija se había convertido en un monstruo muerto y putrefacto. Todos esos oscuros y pesambrosos pensamientos se arremolinaban descontroladamente en su interior, haciendo que sintiera vértigo. Alargó su temblorosa mano hacia la piedra de mármol. Agarró el húmedo musgo, lo apartó, arañando con sus finas uñas la superficie, esperando ver el nombre de la chiquilla. Sonrió con tristeza. No era Agnes quien arañaba, era  ella misma, no estaba escrito el nombre de Agnes, sino el suyo. Clarisa Mars. Octubre de 1865. Había muerto hacía dos años.
El fantasma de Clarisa se desvaneció con un chillido en la oscura noche, mezclando su ser con la niebla.

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